20 de junio de 2015

El viaje del hombre que olvidó lo que hacía, cuéntate algo



El escritor cesó.
Había creado un libro en dos días, más de trecientas páginas y con una trama tan escandalosa que incluso el mismo se sorprendía de sus macabras ideas.
Solo había estado bebiendo café, y las tazas del amargo brebaje que su pequeño hijo le traía a petición, pronto se habían acumulado hasta a penas dejar espacio para el ordenador. La última estaba fría, esperando ser consumida, hecho que jamás sucedió pues en ese momento el escritor, quien como seudónimo ocupaba la firma de Narrador se había transformado en su personaje y necesitaba concluir la historia antes de que la novela le matara debido a su complejidad.
También se había quedado dormido, lo que no favorecía a su deber.
No duró mucho el descanso, al despertar y mirar hacia atrás mientras se desperezaba, notó las luces del pasillo encendidas, lo que significaba que era ya de noche y que el niño estaba esperando el beso de despedida del padre.
Suspiró y observó la última frase de su obra: sin esperanza de que alguien los salvara.
Levantándose tomo la taza de café frio y cuando iba a abrir la puerta recordó que ésta, la última vez que había mirado el pasillo a través del marco, ya se encontraba abierta, se explicó a sí mismo que una posible corriente de aire podría haber sido la causante del cierre, de todas formas se quedó intranquilo.
Cuando llegó a la habitación del niño, se detuvo en el pórtico y observó extrañado la ausencia de la taza en sus manos, sin embargo pronto lo dejó ir; al mirar por el túnel de oscuridad que había cruzado hace unos minutos intentando acelerar el proceso de la memoria, un nuevo sentimiento de desasosiego lo invadió al pensar que él no se había acercado a los interruptores para apagar las luces.
Todo parecía demasiado irreal, incluso para Narrador, el escritor de fantasía maravillosa, que jugaba con el tiempo, los mundos y los cielos, movía tierras, invocaba personas y creaba seres jamás vistos en la literatura clásica. Escribía para su hijo sin embargo, inspirado en la difunta esposa que había perdido hace pocos años, ella jugaba de musa en los agujeros temerosos de la imaginación del hombre, y siempre ocupaba un lugar en sus historias. Jamás había publicado y lo más cercano a ello eran las impresiones de sus manuscritos que apilaba en el estante de libros, junto a los grandes, a quienes admiraba.
Finalmente abrió la puerta y encontró más oscuridad.
Se acercó a la cama del hijo y no lo vio recostado en la cama.
Un súbito miedo se apoderó por completo del hombre, pero casi al instante, algo más poderoso hizo presencia y escuchó la lenta respiración del chiquillo que afirmaba su sueño. Inclinándose, lo encontró bajo la cama durmiendo plácidamente aferrado a un viejo espejo con marco de madera en el que se vio reflejado momentáneamente.
Era de ella,  fue lo primero que su cerebro estableció.
Su trabajo como padre sugería proteger al único hijo que tenía, pero en su trabajo como escritor, él debía fomentar la imaginación del pequeño, y esta vez aquella fue una presión más fuerte. Así que discutió brevemente con la razón de su conciencia y al final prefirió dejar al niño ahí. Lo arropó con algo de dificultad y le colocó una almohada. Cuando estaba a punto de besarle la frente, una extraña fuerza, increíblemente más potente que el amor que sentía por su niño, le impidió hacer el simple gesto y lejos de parecerle extraño, asumió el reflejo con tranquilidad.
Se estiraba con lentitud para caminar hacia la puerta y cuando su mano tocó el pomo de ésta, el niño gritó causando que su padre girara con brusquedad y tirara la taza de café frío que creía había dejado olvidada en la oficina con anterioridad. El sonido que causó el quiebre de la loza contra el suelo y la agudeza del chillido le causó a él mismo una respuesta igualitaria. Un caos infinito se formó en la pieza, como si el impacto de la taza no acabara nunca y se extendiera en el tiempo. Para entonces el niño miraba con terror al padre y sus ojos brillaban en un blanco deslumbrante.
No pudo hacer nada, pues la puerta había desaparecido y al no notarlo cuando retrocedió medio paso, cayó a una profunda e inquietante nueva oscuridad.
Por un momento creyó que jamás tocaría fondo, así como a veces describía los pensamientos de sus personajes, y justo ahí, en aquel instante, azotó el suelo duro y frío que con su impacto pareció volverse blando y le dejó con una agradable sensación de vértigo.
Un líquido viscoso le embetunó la cara que tenía apoyada en alguna superficie, sacándolo del trance en el que se hallaba atrapado. A penas lo tocó con los dedos, y observó el color, era un azul brillante. Impulsivamente lo olió y supo al instante que no se trataba de sangre. Lo probó y sonrió al saborear el dulce azúcar, entonces se abrió el suelo y siguió cayendo.
Ahora estaba en un extraño espacio, a sus anchas estaba lleno de rosas con espinas gigantes. No podía asegurar si estaban cerca o lejos de su persona, si eran tangibles incorpóreas, no sabía en que se sostenían pues bajo sus pies había sólido y estable cemento. Intentó tocar una rosa pero cuando sintió el magnetismo de la suavidad en el pétalo, un cuadrado de delgado cristal bloqueó su cometido, quitó la mano y éste desapareció. Lo intentó de nuevo y el acto se repitió. Desesperando comenzó a hacerlo rápido y por todos lados, giró varias veces intentándolo de diversas formas ingeniosas, las rosas cada vez parecían estar más cerca y las capas de cristal no dejaban de aparecer y romperse cuando el contacto se acababa. Pronto se vio acorralado, ya ni siquiera intentaba acariciar las flores, sólo se encogía más y más, el helado vidrio lo apretaba, hizo la mano puño y sin pensarlo lo estrelló contra la caja transparente en la que se había atrapado. Esta vez el líquido que fluyó de los cortes no era azul, y supo enseguida que tampoco era dulce.
En un pestañeo el escenario cambió, pero esta vez una voz le dio la bienvenida:
–Eh, Narrador.
Todo estaba tan oscuro, que por un momento creyó tener los ojos cerrados, no obstante, jamás los había tenido tan abiertos. El ambiente era fresco y cómodo, daba pasos y estos no emitían ruido alguno, se sentía invisible. Una risa se le escapó a la voz, parecía que venía de todas partes, sin embargo ningún eco le seguía. Intentó replicar, y fue como si le oprimieran la garganta, tampoco pudo hablar
–Bueno, no te inquietes, queda poco.
El lugar comenzó a encenderse, el sonido de focos activándose hasta la eternidad le causaba perturbación. Quedó todo pulcramente blanco y sintió alivio, por primera vez en esa transición que parecía un viaje. No habían sombras ni obstáculos cuando se movió, pero en aquella ocasión sus pasos repiquetearon en las baldosas.
Una pequeña figura apareció frente a él, era un infante sin rostro, moreno, portaba un traje negro, que contrastaba con la habitación. Le cogió la mano y lo guió en línea recta. Entonces sin realmente ver, sintió que todo se encogía, como si caminara en un embudo, cada vez se inclinaba más y finalmente terminó de rodillas frente a una puertecilla color azul que no había notado. Si no fuera por el frío de las paredes, jamás habría podido percibir que el espacio era tan pequeño.
El niño había desaparecido y el hombre abrió la puerta. Ahí, como flotando estaba el espejo y en él, en vez de observar su reflejo, veía el rostro de su hijo. Éste golpeaba el vidrio con desesperación, pero parecía no verle. Lloraba, y al padre lo atrapó la impotencia.
–¿¡Quién eres!? –gritó de repente– ¿¡Quién!? ¿¡Dónde está mi padre!?
Su chillido trizó el cristal, que explotó y le entró en los ojos provocándole un ardor espantoso, y como si siempre lo hubiese sabido, abrió los ojos y despertó de la pesadilla.
Observó las tazas acumuladas, miró la que tenía más cercana: café frío. La pantalla del ordenador estaba negra, movió el mouse y reaparecieron las letras.
¿Qué historia pensaba contarle a su hijo? ¿Dónde habían quedado las épicas aventuras? Tendría que ser más cuidadoso la próxima vez que dejara volar la imaginación o podría terminar perdido en un limbo psicótico.
Cerró el archivo y no lo guardó. Ningún escritor debería terminar tan trágicamente una historia, ningún padre debía tirar por la borda la esperanza. Así que comenzó de nuevo. 
Pero antes de dar rienda suelta a lo que escribiría, miró el pasillo a través de la puerta abierta y comprobó con tranquilidad que las luces estaban encendidas. Desgraciadamente no tuvo la oportunidad de observar el blanco en los ojos de su hijo. Ya era demasiado tarde para huir del viaje que había comenzado.

Este cuento lo hice para el concurso Cuéntate Algo, organizado por la Biblioteca Viva. Historia corta: Lo escribí a la velocidad de la luz, porque resulta que terminaba el día 15 de diciembre, y yo lo envié el día 11. Mera irresponsabilidad y total confianza de que podría terminarlo, pero soy de las personas que están escribiendo algo y se desvían tanto del tema que deciden cerrar los archivos y luego abrir otros. No espero que el cuento se  entienda, de hecho es algo egoísta de mi parte, porque es una súper metáfora que parecen divagaciones sin sentido. Pero lo tiene, al menos para mí. Les explico: Se trata de este escritor que trabajaba para su hijo, pero un día se desvió del camino y cayó en un sueño profundo. El grito del hijo significa la pérdida de si mismo, y también la pérdida que sintió el niño cuando el dejó de escribirle. Luego la caída es el comienzo del viaje hacia las etapas de la vida. Primero, el duro golpe de nacer, que luego se vuelve suave con el tacto y la adaptación. Más tarde se trata de probar aquello que al principio asusta, y comprobar que es seguro. Luego nuestro escritor crece y se da cuenta que hay cosas hermosas por todas partes, como las rosas, éstas sin espinas para demostrar aún seguridad, pero él nunca puede llegar a ellas, jamás podría tocarlas, porque el está creciendo y se protege a si mismo pues está desconfiando, de aquello que no tiene base o fundamento. Y su exceso de autoprotección lo desespera y lo vuelve inseguro, encerrándolo en paredes de cristal que no puede controlar. Entonces su infancia acaba y rompe las barreras, pero lo dañan. Plena adolescencia, ahora todo está oscuro y cada paso en falso podría activar una trampa o asegurarle el camino, se siente desorientado, su presencia es inexistente, nadie lo nota. Y esa voz, que nunca sabremos de quien fue lo empuja a continuar. ¿Su conciencia tal vez? ¿Instinto? Sigue creciendo y las cosas parecen más claras, pero aún no hay un objetivo, aún no sabe que hacer, pero recupera seguridad, pues la oscuridad ya no está. Aparece este niño sin rostro, que lo guía por un camino que se encoje, arrastrándolo de su madurez hacia la infancia nuevamente, por aquel lugar donde cada vez se tiene que agachar más y cuesta, pues una vez vivido tanto sueño ya no se puede regresar sin la ayuda de un niño. Azul esperanza, la puerta que tal vez podría enseñarle la salida, pero que sólo le muestra una perturbadora visión de su hijo, enseñándole lo que no percibió al principio en él: la pérdida; el desconocimiento. El espejo roto es, como en La Reina de las Nieves de Andersen, ver aquello que no podía, pero que le duela a él, porque estar ciego es su culpa, el niño ya pasó por bastante. Despierta, debía hacerlo, pero aunque todo parecía normal, lo cierto es que muchas cosas se habían perdido, y tal vez el jamás las notaría y nunca sería capaz de arreglarlas, o tal vez sí. No comprobó lo que aprendió y probablemente no aprendió nada. Pero el viaje del hombre que olvidó lo que hacía es eso, un adulto que olvida quien fue, que quiso y que hubo. Un hombre que olvidó lo que hacía no es más que hacía es un hombre que no podrá recuperar nada, así que lamentemos al niño desgraciado. 
Definitivamente es un cuento al que le faltó desarrollo, no una explicación, y ahora que lo leo meses después lo noto más claramente, aunque debo confesar que nunca había terminado de convencerme. No sé si arreglarlo, supongo que es parte del pasado, y me agrada. Mejoraré para el futuro y no olvidaré el error.
Azul.

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